Felicidad

Un día que buscaba la felicidad, sólo tuve que esperar sentado en mi mesa de trabajo, hasta que transcurrieron por allí unos instantes muy puros. Para ello aderecé el silencio con el concierto de coronación de Mózart, no sin antes entretenerme en mirar un oleo sobre lienzo de Vicent van Gogh, nominado Les Vessenots en Auvers.

Fue entonces, mirando aquella obra, cuando se produjo el milagro. La techumbre rojo intenso de una de las casas se me fue filtrando por los ojos, hasta que su brillo se iba licuando poco a poco en mi cerebro. Una vez absorbida toda aquella tonalidad, hasta interiorizarla por completo, las mucosas de la imaginación se pusieron a trabajar activamente, y por aquel paraje de niebla yo sentía que un sueño incontaminado era en ese momento el acto más importante que te llevaba a ser feliz.

Desde una barcarola ya fundida con el pensamiento, mi mejor amiga me invitaba a cebar mate en su piso de Pozuelo, y tras aquellas palabras se fue quedando en el complejo entramado de las neuronas un halo de espuma muy literario y marítimo. Así las cosas, preparé algunos versos de Neruda por si mi amor quedaba a poca altura, me vestí para ocasión tan esperada y sobre las sienes coloqué un equipaje muy lustroso de amistad. De tal forma que aquella tarde trajo hasta nosotros un lance de amor muy poco cotidiano, cuyos minutos esmerilaron cientos de horas muy mohosas, de las cuales, de vez en cuando, en necesario desprenderse. También hubo besos eminentamente líricos, con humedades de melocotón y mar, que por peldaños de los labios querían ascender en aquellos momentos hasta la atalaya más elevada del espíritu. Y nuestros nombres fueron una significación poética trenzada en la penumbra.

Un día que buscaba la felicidad, sólo tuve que esperar sentado en mi mesa de trabajo, hasta que transcurrieron por allí unos instantes muy puros. Desde entonces, ante demanda tan espiritual y metafísica, yo suelo condimentarla con briznas de instantes; que no son sino perlas de tiempo que a veces nos pasan desapercibidas. La felicidad, pues, puede comenzar a sentirse cuando principia el concierto de coronación de Mózart, brillar más aún en el tejado rojo que un día pintase Vicent van Gogh, hasta llegar a ser un todo en tu imaginación que, si acaso eres creyente, te haga entonar un tedéum muy puro de agradecimiento. Todo es cuestión de vivir, y estar atentos…

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