Oda a don Carnero

Por aquellas concretas fechas en que la crisis no se había aún bautizado por su significado más profundo y, sin embargo, ya se calentaban motores para preparar el inmoral menú del austericidio, apareció por mi centro de #currilaboro un tipo menudo, algo flacucho que, en mitad de la realidad dolida que se avecinaba, se incorporaba como capitán de la cosa, con un sueldo nada desdeñable.

A los pocos días, de manera tajante y muy protocolaria, me llama al despacho para concretarme la mala nueva, a la vez que con frialdad inusitada me indicaba la zona de salida. Lo acompañó con un apretón de manos gélido y correoso; que es el gesto tan común del protocolo, cuando entra en seria contradicción con el lenguaje no verbal que en esos momentos sale en desbandada.

El tipo en cuestión tomaba las riendas de sus asuntos propios en los instantes que comenzaba a arreciar una realidad dolida para el común de los mortales, aposentando sus posaderas en un mullido sillón desde donde, perpetrando alguna teoría huera e intercambiando algunas tarjetas de visita, le iba a permitir llevarse a la saca una suculenta y extraordinaria cantidad de dinero. Se podía ver como una contradicción en toda regla, pero de lo que se trataba en si, en toda su profundidad, era de una monumental estafa, a la manera que siempre la nombraba el maestro don Haro Tecglen.

La ideología de salón y previo pago, más el añadido de la Europa solidaria de a ratos y algo entrecomillada, nos dejaba un personaje que hacia una exquisita limpia de los suyos, representándose a si mismo, dentro de un solipsismo atroz al que se han aupado no pocos adeptos. Y en esas, a lo largo del tiempo, has visto también una complicidad inmoral, restregándote que el mal parece ser rentable, mientras me siento a la sombra de un alto pino y la mañana trae trinos anónimos y un danzar de pájaros que aúpa belleza hasta el balcón de mis retinas.

No sé si la vida en si es una gran obra de teatro donde, sin embargo, nunca cae el telón. Lo digo por observar cómo muchos de los representantes, desde sus teorías hueras y manidas, se abonan a la vida pública, para beneficio de sus intereses privadísimos, dejando a los representados cual Penelope de Serrat, varados en el andén de cualquier estación, esperando el próximo tren que nunca llega. Es del todo intolerable, muy alejado de las personas buena, en el sentido grande y profundo que le da la Ética, aparte de tener que gozar de una complicidad con la que jamás me he identificado. Ya lo decía Saramago: “No te pierdas a ti mismo”.

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