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Te queremos

Te queremos

A Irene, porque la vida son los gestos…

Te queremos es un plural que abriga, dos palabras que al unísono envían un himno sutil de cariño, una pincelada de ternura; un ápice de humanismo entre tanta cruda realidad y desconcierto. Las recibo a través de un DM en twitter; que acaso es una especie de reservado entre el baile incesante de conversaciones por dicha red social. Y me quedo acurrucado a ellas, cual niño grande amarrado a su infancia, porque tienen un valor incalculable, malecón donde asirse hasta que pasen las aguas turbulentas.

No cabe duda de que nos ha tocado vivir momentos inesperados, muy complicados en muchos aspectos, pero también un acicate para construir con ellos un futuro de esperanza donde los objetivos sean algo más comunes y los retos menos improvisados y más eficientes. Vamos a necesitar de un reajuste de nuestras miras y valores; una reflexión profunda de por qué o cómo hemos llegado a donde estamos, teniendo claro que, una vez tengamos las respuestas, ya se estarán formulando nuevas preguntas. Nos tocará anticiparnos constantemente a lo venidero, ayudándonos con liderazgos ejemplares que nos inviten a recorrer juntos el camino.

Es un tiempo duro donde algunos de nuestros familiares se han quedado en el camino, varados en una distancia rotunda y abismal que el destino les ha puesto de por medio. Momentos difíciles donde la presencia de la enfermedad lo acapara todo: tu atención, tu continua preocupación, la enorme tarea de saber gestionar muy bien el ánimo. Tiempos de calles vacías y silencio no deseado que puebla las ciudades; de distancias inusuales por donde no pueden hacerse efectivos los abrazos; de besos a la espera, mientras las miradas o las palalabras procuran ese salvavidas de acercamiento.

Pero también es un tiempo de esperanza; de saber estrechar lazos comunes para salir a flote. Una oportunidad para paladear los instantes de un tiempo irrepetible, calibrar en buena medida el índice sagrado de los valores intangibles, valorar todo cuanto nos rodea. Ser, en definitiva, mucho más que estar; porque si en verdad somos, estaremos mucho mejor. Y ser en modo radical; con hondura de significado, con afianzamiento de esas raíces minerales que pueden construir unas sociedades más constructivas y decentes.

Agradezco pues esa magia del “te queremos”, porque también es un síntoma de apreciada empatía. Pese a todo, te pones en el lugar del otro, te haces cargo de su particular circunstancia, le prestas tu sincero ánimo para que enseguida se reponga y camine junto a tí. Son palabras sencillas que curan, se acurrucan en tu pequeño regazo, vienen desnudas de costumbres sociales y protocolo. Son al desnudo, con su hondura de siglos, transmitiendo su más pleno sentido. Gracias por tanto.

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Oda a don Carnero

Oda a don Carnero

Por aquellas concretas fechas en que la crisis no se había aún bautizado por su significado más profundo y, sin embargo, ya se calentaban motores para preparar el inmoral menú del austericidio, apareció por mi centro de #currilaboro un tipo menudo, algo flacucho que, en mitad de la realidad dolida que se avecinaba, se incorporaba como capitán de la cosa, con un sueldo nada desdeñable.

A los pocos días, de manera tajante y muy protocolaria, me llama al despacho para concretarme la mala nueva, a la vez que con frialdad inusitada me indicaba la zona de salida. Lo acompañó con un apretón de manos gélido y correoso; que es el gesto tan común del protocolo, cuando entra en seria contradicción con el lenguaje no verbal que en esos momentos sale en desbandada.

El tipo en cuestión tomaba las riendas de sus asuntos propios en los instantes que comenzaba a arreciar una realidad dolida para el común de los mortales, aposentando sus posaderas en un mullido sillón desde donde, perpetrando alguna teoría huera e intercambiando algunas tarjetas de visita, le iba a permitir llevarse a la saca una suculenta y extraordinaria cantidad de dinero. Se podía ver como una contradicción en toda regla, pero de lo que se trataba en si, en toda su profundidad, era de una monumental estafa, a la manera que siempre la nombraba el maestro don Haro Tecglen.

La ideología de salón y previo pago, más el añadido de la Europa solidaria de a ratos y algo entrecomillada, nos dejaba un personaje que hacia una exquisita limpia de los suyos, representándose a si mismo, dentro de un solipsismo atroz al que se han aupado no pocos adeptos. Y en esas, a lo largo del tiempo, has visto también una complicidad inmoral, restregándote que el mal parece ser rentable, mientras me siento a la sombra de un alto pino y la mañana trae trinos anónimos y un danzar de pájaros que aúpa belleza hasta el balcón de mis retinas.

No sé si la vida en si es una gran obra de teatro donde, sin embargo, nunca cae el telón. Lo digo por observar cómo muchos de los representantes, desde sus teorías hueras y manidas, se abonan a la vida pública, para beneficio de sus intereses privadísimos, dejando a los representados cual Penelope de Serrat, varados en el andén de cualquier estación, esperando el próximo tren que nunca llega. Es del todo intolerable, muy alejado de las personas buena, en el sentido grande y profundo que le da la Ética, aparte de tener que gozar de una complicidad con la que jamás me he identificado. Ya lo decía Saramago: “No te pierdas a ti mismo”.

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Encaramando sueños

Encaramando sueños

Recuerdo siempre el despacho grande y deshumanizado, cómo un nicho cerrado de jerarquía y protocolo. Aquel espacio algo sombrío que, sin embargo, se exhibía en mitad del paisaje con una intención de poder macho y de ascendente distancia. Lo recorría cada mañana y observaba en él un punto concreto, preñado de conversaciones sistemáticas; de gestos hueros y muy calculados; de palabras residuales que parecían perderse en el espacio, muriendo de poca sustancia y menos significado.

No muy lejos de allí, observaba el perfecto azul cielo de Madrid, limpio y extenso, que desde aquella ubicación se ofrecía como una estampa conciliadora con el presente concreto y la propia naturaleza. Era como buscar un espacio más vivo donde recrear la mirada; un paréntesis de acontecer anónimo, luz sin fisuras, o tal vez la intención constante de pincelar sobre el momento un humano retazo de poesía.

Había llegado hasta allí después de algunas dentelladas de la vida o, si se quiere, de la circunstancia orteguiana que a cada cual le corresponde y que, sin esperarlo, de completo improviso, de repente toma otro rotundo cariz para atravesar la rutina de los días y te devuelve al sobresalto y a la inseguridad de un futuro inmediato que no eres capaz de controlar. Pero también es verdad que, previamente, se había forjado un pacto tácito de amistad y camaradería; de tiempo compartido e ideales que sabían a néctar de sueños; de sonrisas y complicidades; de instantes creativos y esas cosas. O eso pensé yo en el primer momento, a modo de incurable niño grande, con más dosis de honestidad que de realismo, hasta que el propio acontecer se dió de bruces conmigo; o viceversa, que creo que así se nomina de manera más precisa.

A media mañana, de una mañana muy precisa, fui citado de improviso en aquel despacho protocolario y frío, nicho de poder en modo macho; como ya queda dicho, y al cerrar la puerta tras de mí iba a asistir a toda una representación de soberbia infinita que, por unos instantes, hasta pensé que se transmutaba en puro odio. Se me comunicaba el cese con palabras muy poco metafóricas, de manera muy rápida y también harto premeditadas. Se sucedía, por tanto, una acción muy calculada, y quien lo hacía se encargaba de acelerar la voz y el pulso, como si en aquella acción tan poco estética, se le fuera subiendo hasta las galerías del cerebro un himno rotundo de mando en plaza, a cuyas bridas se acogía con más fuerza. Cabalgaba por aquel gesto con soltura, sin un ápice de intención que reblandeciera el rostro; al contrario, noté que hasta los ojos también le subía una rabia fuera de sí que se iba transmutando en pura inquina.

Y entonces, mientras asistía a aquella escena tan poco amigable y decorosa, me iba preguntando de qué esencias sutiles estaría hecha el alma humana y, si acaso, a qué oscuros vaivenes obedecía aquel capricho tan salvaje; porque lo que estaba claro es que aquello nacía de un capricho, sin causa justificada, que son los caprichos de los personajes que pasan su vida tratando a las personas como objetos. Caprichos de gente consentida hasta la médula, y también vacíos hasta la propia raíz mineral de sus esencias, huyendo constantemente de si mismos, rodeados de humo y de carencias.

Observaba la escena con una compasión no calculada; no daba crédito a lo que allí acontecía; me era complicado asimilar aquel comportamiento cínico y bipolar que, de la risa protocolaria y de manual social aprendida en dos tardes, tornaba a la voz fuera de sí y al aquí mando yo y santas pascuas. Y al finalizar aquella escena tan dramática, impúdica y de nulo estilo, me marché obedeciendo las estrictas órdenes de un personaje de principios reversibles. Eso si, a los pocos pasos bañé mi rostro con leves y repentinas lágrimas, mientras me acordaba de la voz de Lorca: “y lloro porque me da la gana”.

Ahí te quedas, pensé, con tu personalidad repleta de astucia en la recámara; con tu sueldo descomunal e inmerecido; con tus constantes prisas para llegar siempre a ninguna parte; con tu cinismo vitalicio y tu yoismo hambriento de pose y primer plano. Te quedas con tus carencias más profundas; con tu risa de plástico que se dibuja en dos minutos; con tu saludar por jerarquías; con tu continuo medrar para seguir mimando tu zona de confort. Ahí te quedas, pensé, con tu mentira en costra; con tu permanente personalidad mirándose el ombligo; con tu soledad más honda; con tu proceder injusto y a sabiendas. Y me marché, sigiloso y tranquilo, tachando a aquel personaje dañino del altar chiquito de los imprescindibles. Al fin y al cabo, no podía destituirme de la vida, donde seguía y sigo encaramando sueños.

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